Aquel sábado 8 de junio de 1963, sorprendido por la aparición de un cubanitero vestido con smoking en la galería, el cronista de LA GACETA, previo consumir dos delicias llenas de dulce de leche, encaró la primera nota que se le hizo a Carlos Oscar Rojas, entonces de 26 años, que durante seis décadas fue una figura central en las galerías céntricas,
La “caja de sorpresas que es la vida contemporánea”, escribió el periodista en la crónica del 10 de junio, abarca no sólo las pruebas nucleares o los viajes espaciales, sino también sucesos pequeños como encontrar a un hombre con smoking y una flor roja en el ojal vendiendo los barquillos rellenos con dulce de leche. “Algunos me creen loco, pero a mí no me importa”, le dijo Rojas, que ya llevaba nueve años en el oficio y vendía 1.000 cubanitos por día, a $ 2,50 cada uno. Trabajaba sólo en invierno, porque en verano hace mucho calor. En el estío se iba a Buenos Aires o Mar del Plata a vender globos de gas a los niños en la playa. Los vendedores ambulantes “asocian algo de pájaro a sus actividades”, analizaba el cronista, al decir que Rojas, “no tiene preocupaciones; trabaja sólo en temporada agradable, viaja cuando quiere; no está atado a nada y, sobre todo, proclama que es muy feliz y no piensa abandonar su oficio por muchos años”. No fumaba, no bebía, iba al casino una o dos veces por año y le gustaban el cine y el fútbol.
El hombre vivió así sus años, El 13 de noviembre pasado LA GACETA dio cuenta del fallecimiento de Carlos Rojas, a los 88 años, tras haber cubierto religiosamente a lo largo del tiempo el mismo ritual: ofrecer en discreto silencio, de smoking, ricos cubanitos.
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